JUAN RULFO

El territorio de Rulfo

La literatura mexicana alcanzó la proeza de la gran obra de ficción con el trabajo del jalisciense

CULTURA

·
JUAN RULFO.1970. Foto: Paulina Lavista.Créditos: Paulina Lavista.

Y después de que el Zorro, para contento de la fauna lectora, publicara dos libros magníficos, “varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro”.

Así registra Augusto Monterroso la centralidad de la obra de Juan Rulfo para las letras mexicanas desde la aparición de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955).

Se dice que Jorge Luis Borges estructura el canon de la literatura argentina, de tal manera que la primera interrogante que debe responder todo escritor de esas latitudes es la de saber cómo escribir después del autor de El Aleph, Ficciones o El libro de arena.

JUAN RULFO. 1970. Foto: Paulina Lavista.

Sin matices

A pesar de no ser la figura en torno a la cual se organiza la biblioteca de la literatura mexicana, puesto que las diversas tradiciones de nuestras letras impiden que ocupe ese lugar, la obra de Rulfo certificó que la novela literaria, en México, era posible.

Desde su nacimiento, con El periquillo de Lizardi, nuestra narrativa se hizo pedagógica, moral, costumbrista, histórica o de denuncia, pero tardó en realizar plenamente lo que sólo la literatura es capaz de hacer. Sin matices, Christopher Domínguez Michael escribió que antes del medio siglo “la prosa de imaginación había sido oficio casi clandestino de poetas y ensayistas, mientras que novela y cuento, al decaer la épica, se hundían en un realismo astroso y panfletario”.

A pesar de que para ese entonces ya contaba con excelentes narradores, como Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán o José Revueltas, la literatura mexicana aún no había alcanzado la gran obra de ficción, proeza plenamente conseguida por Juan Rulfo.

En una novela breve y un puñado de cuentos, Rulfo consiguió meter, sin forzar la mano, los temas de carácter público que tanto asolaban a intelectuales y artistas de su tiempo. En ellos encontramos el debate sobre la identidad del mexicano que ríos de tinta hizo correr por aquellos días; ahí reconocemos nuestra particular relación con la muerte en la que confluyen las tradiciones indígena y barroca; a partir de las referencias a la cristiada, en sus páginas se hace presente el fanatismo católico de la región occidental de México, y la Revolución Mexicana aparece como una cuenta que aún tenemos pendiente con la historia.

Modernas estructuras

Sin embargo, la obsesión por interpretar nuestro proceso histórico y el compromiso por elucidar las contradicciones de nuestra formación social –superado el tradicional costumbrismo, la confusión entre obra literaria y panfleto o diatriba, así como la intromisión de narradores pedagogos o más inteligentes que los personajes y los lectores–, ganaban otro cuño a partir de originales y modernas estructuras.

Quien abra la edición canónica de Pedro Páramo, editada por el Fondo de Cultura Económica, constatará que el libro mayor de Rulfo está compuesto de 70 fragmentos que no obedecen a ninguna idea de cronología o secuencia. Hay un mito alrededor de esa disposición inusitada, tan fantasiosa como la invención del tío Celerino, en la que se escudaba para explicar por qué había dejado de escribir. El más socorrido en las tertulias literarias registra que al término de la beca del Centro Mexicano de Escritores, ante la necesidad de justificar el trabajo realizado, fue a la casa de Juan José Arreola, su amigo de juventud, y en la célebre mesa de ping-pong que garantizaba el bote de los 16 centímetros reglamentarios, dispusieron los capítulos mecanografiados, dejando al azar o a algún fantasma de la novela la responsabilidad de sugerir el orden para su publicación.

Pero eso es parte del mito. Hombre culto, lector atento de la mejor narrativa de otras lenguas, en su obra aprovecha muchos de los hallazgos de la vanguardia literaria de su tiempo.

De manera inédita hasta entonces en las letras mexicanas, Rulfo deposita una confianza absoluta en el lector de ficciones. En Pedro Páramo jamás se encuentra una nota explicativa sobre si estamos ante un personaje vivo o muerto, ni un adverbio o locución temporal para que sepamos si lo narrado pertenece al presente o al pasado; jamás acude a nuestra ayuda alguna voz providencial para aclarar si lo que está siendo contado se refiere a los sucesos o al plano de la conciencia de quien habla.

A partir de una extrema metaforización, Comala y sus fantasmas derrotan a la literalidad, multiplicando los sentidos en que cada aspecto de la novela puede ser interpretado.

Milagro de prosa

Con su estética de la pobreza, la prosa de Rulfo constituye uno de los momentos más luminosos de la poesía mexicana: su alto valor imagético y verbal desautoriza al afán antropológico que pretende que los campesinos de México hablan como sus personajes –aunque el milagro de su prosa sea capaz de producir ese efecto–.

Esa impresión de familiaridad descansa en un mundo poblado por la excepción, y a los personajes les está prohibido tener nombres comunes: resulta imposible creer que Pedro Páramo, Juan Preciado, Fulgor Sedano y Eduviges Dyada hayan sido extraídos de alguna lápida, como a Rulfo le gustaba decir.

Otro tanto ocurre con la naturaleza, donde hasta las rosas y los claveles se vuelven prosaicos ante el poder sugerente de las saponarias, los arrayanes y los paraísos que acarician el cuerpo sensual e inaccesible de Susana San Juan.

Vladimir Nabokov afirmó alguna vez que “de todos los personajes que crea un gran artista, los mejores son sus lectores”, es decir, que los escritores verdaderamente significativos son aquellos que inventan nuevos modos de leer, alterando para siempre la historia de la lectura. Escribir después de Rulfo significó no sólo confiar en la especificidad de la ficción, sino también en un lector que, sin descuidar de los temas del debate público, lo hace desde el registro propio de la literatura.

Con Rulfo, aprendimos que la novela y el cuento no ocurren en la hoja en blanco, sino en la mente del lector que, a su vez, desempeña un papel activo, multiplicando las interpretaciones.

Ese es el legado de Rulfo.

Por Víctor Lemus

avh