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Caravaggio: el cielo de abajo

CULTURA

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Desde que era muy joven, Miguel Ángel Merisi, mejor conocido como Caravaggio, tuvo dificultad para controlar sus frecuentes ataques de ira, de los que más tarde se arrepentía y pedía perdón. Pero no pudo pedírselo a un tal Ranuccio Tommasoni, a quien mató al disputar el resultado de un partido de courte-paume. Se escondió en casa de uno de sus protectores, después huyó a Nápoles, a Malta, a Sicilia, a Génova. Pasó el resto de su breve existencia enfrentando problemas con la justicia y pintando obras maestras. En 1610, a sus 37 años, murió enfermo de fiebre provocada por la infección de una herida, abandonado y desesperado en una playa. Le acababan de robar todas sus pertenencias, incluyendo sus tres últimos lienzos, que no pudo cuidar porque unos soldados españoles le detuvieron unos días al confundirlo con otro delincuente.

Caravaggio pintó lo que sus clientes, personas pías y adineradas, le solicitaban: santos, vírgenes, personajes y escenas de la Biblia, sólo que empleó como modelos a mendigos, rufianes y prostitutas. Muchas veces sus clientes se negaron a liquidar lo que le debían, al percatarse de que el efecto final de la escena sacra que habían encargado era escandalosamente profano.

Como dice una copla de Alberto Blanco:

El artista tiene un ojo
puesto en el cielo de abajo
y tiene bien puesto el otro
en la tierra allá en lo alto.

Una de las singularidades de su obra es el empleo tan contrastante de la luz. En los grandes pintores que le antecedieron, como Miguel Ángel o Rafael, las figuras humanas están iluminadas en forma casi uniforme, como si estuvieran en un estudio de televisión. Caravaggio explotó al máximo los contrastes de iluminación para hacer más emocionantes los rostros y los cuerpos de sus protagonistas. Pero esto era sólo un recurso técnico: su mayor aportación fue enseñarnos a mirar el mundo, dando un paso cualitativo de lo ideal a lo real.

¿Quién se ha encontrado con alguien tan perfecto como el David de Miguel Ángel, o tan macizo como su Moisés? ¿Quién podría observar a un hombre fornido flotando entre nubes y estirando su portentoso brazo para tocar al Altísimo? En Buonarroti y otros artistas de su generación, las personas tienen rostros simétricos, piel tersa, musculatura y carnes firmes y consistentes. En cambio, los imperfectos protagonistas de Caravaggio tienen carnes flácidas, ojos hundidos, manchas y arrugas y dientes chuecos. Están desnutridos y agotados, como los indigentes que fatigan nuestras calles. “Asustarse de la fealdad le parecía a Caravaggio una flaqueza despreciable; lo que él deseaba era la verdad”, dice Gombrich en su Historia del arte. Una cosa es cómo deberían ser idealmente las personas, y otra cosa es lo que son.

En los primeros meses de 1610, mientras Galileo y Simon Maurius observaban las imperfecciones del cosmos que echarían abajo la teoría ideal de Ptolomeo, Caravaggio pintaba una de sus últimas obras maestras: la segunda versión de su David con la cabeza de Goliat. La cabeza de Goliat, con el cuello chorreando sangre y la mirada perdida, es el terrible autorretrato de un genio

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Por Pablo Boullosa

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