“Quise, quiero, quisiera/ que en belleza camine/ que haya belleza delante de mí/ y belleza detrás/ y debajo/ y encima/ y todo a mi alrededor sea belleza/ a lo largo de un camino de belleza que en belleza acabe”. Es el canto de la noche, del pueblo navajo: el poema final de Eduardo Galeano, antes de su último viaje. Todos en el Café Brasilero lo echan de menos. El café con leche de las mañanas, las medias lunas, el jugo de naranja, las mozas (meseras), los libros, la primavera. Aquella mesa de madera que fue siempre su lugar, pegada a la puerta y con vista a la esquina, donde las ilusiones de verlo están rotas.
“Los dragones del mal” –como solía llamarle al cáncer de pulmón–, reaparecieron por Montevideo hace cinco años. “Ando algo congestionado”, decía, tratando de mantener el buen ánimo. Las últimas veces que lo vieron pasar por el café lo notaron tranquilo, tomándose un tiempo para estar a solas. Era amigo de todo el equipo de trabajo. Pasaba una, dos horas, compartiendo generalmente charlas con escritores. Muchos se juntaban con él ahí. También gente que lo quería y le coordinaba entrevistas. Era su casa, su espacio, su oficina.
“Todo lo que quería reservar llegaba al café: libros, cartas, mensajes… Era también su correo. ‘Bueno, hola, ¿cómo andas?’, Llegaba y se acercaba a un lugar específico donde guardábamos sus cosas. ‘¿Tengo correspondencia hoy?’, nos preguntaba. Y usaba el café como una apertura para nuevas lecturas. A veces tenía que comunicarse telefónicamente con otros escritores para hablar sobre algunos libros. Los leía, les dejaba una dedicatoria y los devolvía con un chanchito (cerdito)”, recuerda Santiago Gómez Oribe, el dueño del café, en una charla con El Heraldo de México.
Alguna vez, en una de sus caminatas interminables, Galeano se detuvo para ver un partido de futbol en la calle. Los chicos que lo vieron a lo lejos dijeron: “mira, ahí está Picasso”. Y Picasso les pintó mejor que nadie al deporte que sacaba lo peor y lo mejor del alma humana. Les contó cómo podía ser explotado, y cómo servía de alivio y de esperanza. Lo buscaron muchas veces para contraatacar a otros escritores, pero él, como buen uruguayo, le escapó siempre al ruido. Supo siempre en qué equipo y en qué cancha jugar. Hasta el final de sus días.

“Todos los días leía los diarios. Nadie intervenía ni le preguntaba sobre lo que estaba haciendo. Muchas veces vinieron de otros países a hacerle entrevistas. Eran charlas de opiniones sobre otros escritores. Eduardo amaba el futbol. Decía que nunca había visto a un jugador como Messi. Siempre escogía el mismo lugar y se quedaba ahí por varias horas, mirando por la ventana y sonriendo. Al Café lo fundaron él y Benedetti. Benedetti era una persona muy asidua. Y Galeano le encontró un encanto que hasta en sus últimos momentos necesitaba estar presente”.
Las puertas del Café Brasilero abrieron en 1887. Fue el primero en ser declarado de interés cultural y es el más antiguo de la Ciudad Vieja. Por sus paredes, cuelgan fotos y recortes de Galeano y Benedetti. Imágenes de Carlos Gardel y de antiguos edificios montevideanos. Caminar por ahí es como moverse por un lugar donde todo es nostalgia. Es escuchar el rumor suave de la conversación, el crujir de los antiguos tablones del piso. Es buscar sobre la mesa un E y una G marcadas con algún cuchillo, tal vez una señal. Pero Galeano se fue de viaje. Y sólo queda el vacío.
“Al Café le falta Galeano. El espacio que él nos daba, la posibilidad de compartir, de sentirnos parte de su vida, de sus libros; el ser testigo de las personas que venían de otras partes del mundo, sin importar la edad, de sus lectores, de la gente que se quedaba esperando horas y horas hasta que él llegaba… Sí, hay un vacío muy grande. Y nunca se va a poder reparar con nada, por más que pongamos fotos, recortes de periódico o lo que sea. Estar con Eduardo era como sentirse parte de algo. Y hoy es el vacío que nos queda. Somos sólo partes rotas”, agrega Gómez Oribe.
[nota_relacionada id=966607 ]Una bandera de Uruguay cubrió su féretro el 14 de abril del 2015, en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. Pocos saben que, dos semanas antes, Galeano pasó una de sus últimas noches con los empleados del café, en un show organizado por la escuela de música. Para ellos, más una despedida, fue un encuentro: “Conocimos a un hombre, de 74 años, que se reía como un adolescente y que tomaba whisky sin inhibiciones, por primera vez ante nosotros. Fue como abrir la última puerta: la del amigo, antes de que se fuera”.
Galeano vivía en Malvín, a 20 minutos del centro de Montevideo. Desde ahí, durante algún tiempo, llegó caminando a la Ciudad Vieja, para ir al Café Brasilero. Los últimos 12 años lo llevaba un chofer, que era siempre el mismo y con el mismo auto. Una vez, encontró el lugar cerrado. Sucedió en el cambio de administración de los antiguos dueños. Eduardo llegó y les dejó una nota, que reflejó su molestia: ‘¡No puede ser! ¡El café no puede estar cerrado nunca!’. Tan pronto como la escribió, fue noticia.
“Salió en los diarios y en los programas informativos, causó un revuelo increíble (se ríe). Desde entonces, no cerramos nunca. Sólo en fechas importantes: 5 de mayo, Navidad y Año Nuevo”, afirma Santiago. Pero el Café Brasilero cerró también unos días por el COVID-19, la enfermedad conocida mundialmente como Coronavirus. “Esta semana cerramos, la pasada abrimos un poco. Pero lo estamos haciendo sobre todo porque tenemos algunos clientes que trabajan y vienen. Serán tres o cuatro mesas por día, no más que eso”. [nota_relacionada id=966499 ]
Cuando venían momentos especiales, Galeano preguntaba a las mozas: ‘¿Van a cerrar tal día? Voy a estar por Montevideo’. Si tenía una entrevista en la que debía estar por la noche, así estuviera cerrado, se lo abrían. “A nosotros nos llegaban las notas por los clientes: ‘Oye, ¿viste que Galeano estuvo hablando del Café Brasilero?’. ‘No, ni idea’, les decía. Era algo que hacía naturalmente. En el contrato que tengo como dueño, está escrito que él es el cliente más ilustre. Y lo será siempre, aunque ya no esté”, añade.
Galeano se dedicó a recoger pequeñas historias que regalaba como dulces. “Soy hijo de los cafés”, decía. “Todo lo que sé se lo debo a ellos. Sobre todo, el arte de narrar. Lo aprendí escuchando, en las mesas de los bares”. Por eso, la muerte miente cuando dice que ya no está. El 13 abril del 2015, “Los dragones del mal” reaparecieron. Pero Galeano se fue de viaje. Y su mesa lo espera vacía, y triste.
Por Alberto Aceves
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